Amando a Dios, pensando nuestra fe (parte 1)

La fe cristiana está fundamentada en el amor. En la realidad de que Dios es amor. No decimos solo que Dios ama sino que en esencia, es amor. Por lo tanto, todo lo que Dios hace viene como resultado de ese amor. 

Sus planes y propósitos siempre son en función del amor. A través de la historia bíblica vemos que Dios, precisamente porque es amor, nos amó aún antes de la creación del mundo. Nos amó en la creación. Nos amó aún a través de lo que llamamos la caída. Nos amó en su precioso acto de redención. Nos ama en este momento. Y siempre nos amará. Porque su amor es eterno, así como Dios es eterno. Y porque nos asegura que nada podrá jamás separarnos de su amor. 

 

Por eso no debe sorprendernos que a lo largo de las Escrituras encontramos no solo la expresión del amor de Dios sino también la invitación a recibir, conocer y experimentar ese amor, a participar de ese amor. Y como resultado, a extenderlo al resto de la creación. 


En una ocasión le preguntaron a Jesús sobre el mandamiento más importante, y respondió así:  “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser y con toda tu mente”—le respondió Jesús—. Este es el primero y el más importante de los mandamientos. El segundo se parece a este: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”.

 

Quiere decir que lo que distingue a Dios, así como lo que debería distinguirnos a nosotros, no es otra cosa que amar bien. Después de todo, afirmamos que somos hechos a su imagen y semejanza. 

 

Pero eso viene acompañado de una advertencia. Si lo que debe distinguirnos es amor, lo que más atenta contra el propósito divino para nosotros es la falta de ese amor. Si lo que debe ser testimonio al mundo es nuestro amor, lo que impide o elimina dicho testimonio es la ausencia de ese amor. 


Nuestra fe es una fe recibida. Con esto me refiero a que no manufacturamos nuestra fe, ni nuestra doctrina. No creamos nada, solo recibimos. Pero a su vez, nuestra fe es una que nos invita y reta a pensar. 

 

Lejos de pensar que esto sea un fenómeno moderno con su énfasis en la razón, desde la narrativa bíblica encontramos razones para afirmar que Dios anhela transformar nuestras mentes. En otras palabras, Dios está interesado en lo que pensamos. La misma palabra arrepentimiento, tan central en nuestra experiencia con Dios, se refiere a esta confrontación entre la manera que hemos pensado acerca de Dios, entendido a Dios, o que hemos interpretado las cosas, y cómo son las cosas en realidad. 

 

Sarah Bessey, autora de varios libros, escribe “La teología es simplemente lo que pensamos acerca de Dios y luego vivir esa verdad en nuestras vidas aquí y ahora. Así que la teología importa, no solo como un ejercicio académico o como una manera divertida de confundirnos unos a otros, sino porque esas ideas trazan el camino hacia lo que creemos acerca de la naturaleza y carácter de Dios, lo cual informa todo en nuestras vidas.”

 

Así que la teología no es opcional ni está reservada para aquellos que formalmente se les llama teólogos. En efecto, todos somos teólogos. Especialmente
aquellos que decimos seguir a Jesús tenemos la responsabilidad de dar prioridad a nuestra reflexión teológica, viéndola como parte de nuestro amar a Dios. Porque nuestras ideas, así como la manera en la que expresamos nuestra fe, ayudan o impiden nuestra propia formación, así como la de aquellos que nos oyen. No es el único factor (gracias a Dios), pero no deja de ser importantísimo.  Nuestras palabras, nuestra predicación, nuestra enseñanza, nuestra consejería, nuestra conversación, nace de nuestra propia experiencia y ejercicio de conocer y amar a Dios.

 

Ahora, debemos tener algo claro. La teología es un ejercicio humano, no es divina. La doctrina tampoco es divina. La doctrina es una enseñanza basada en nuestro entendimiento acerca de las cosas. Entonces, la teología es imperfecta y limitada, pero no deja de ser necesaria e importante. 

 

Beth Felker Jones, profesora de Teología en Northern Seminary dice: “La teología comienza con la palabra con la que Dios se revela. Luego continúa al nosotros responder con palabras: hacia Dios y hacia los demás…Al darle forma a nuestras palabras, la teología también da forma a la razón, a nuestras vidas como discípulos, a nuestra adoración como iglesia, y nuestra misión en el mundo.” 

 

Entonces, tanto como expresión de nuestro amor a Dios como nuestro compromiso de servir a su iglesia, necesitamos levantar el valor de pensar nuestra fe. Justo González lo pone así: “Aunque a veces tendemos a actuar como si la teología fuera una cuestión puramente intelectual, para los creyentes es mucho más que eso. Es parte de nuestro intento para practicar y demostrar que amamos a Dios con toda nuestra mente. Aunque su contenido pueda ser correcto, la teología fracasa si no es un himno de alabanza a Dios, una admisión de nuestro propio pecado y un gozoso reconocimiento del poder y la gracia de Dios.” 

 

Quiere decir que si nuestra reflexión teológica no nos hace más amorosos, si no nos lleva a un amor a Dios más profundo y un amor al prójimo más radical, lo estamos haciendo mal. 

 

A lo largo de la historia bíblica vemos un pueblo luchando y buscando entender, seguir y amar a Dios. No pensemos que será distinto con nosotros. Y allí encontramos que gran parte de las interacciones de Dios con el ser humano, ya sea comunicándose directamente, a través de los profetas, en la persona de Jesús, o a través del Espíritu Santo, muchas veces lo que hace es retar la manera en la que han entendido a Dios y sus propósitos, o la manera en la que han expresado su amor a Dios y a los demás. 

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Podríamos resumir mucho de lo que Dios dice en las Escrituras con la frase “así no es”. ¿Será posible que aún sea parte de lo que Dios nos estará diciendo? 


Al hacerlo, más que un reproche, siempre nos invita a una mejor comprensión de nuestra fe. A pensar (y seguir pensando) nuestra fe. A considerar las implicaciones aquí y ahora de esa fe. 


Una de esas veces es cuando Jesús enseña el famoso Sermón del Monte. El dice algo que últimamente me ha llamado mucho la atención. Mateo 5:17 “No piensen que he venido a anular la ley y los profetas” La Nueva Traducción Viviente lo pone así: “No malinterpreten la razón por la cual he venido.” Y luego procede a pronunciar esos conocidos “ustedes oyeron que se les dijo, pero yo les digo”. Mostrando así que su problema no era la ley, sino la manera en la que ésta había sido entendida e interpretada. En otras palabras, el problema no había sido lo que Dios había comunicado (revelación) sino la manera en la que lo habían entendido y articulado (su teología). 

 

Con estas palabras Jesús da una advertencia que nos debe confrontar cada día. La peligrosa posibilidad de malinterpretar a Jesús, nuestra tendencia a pensar que estamos en lo correcto, que conocemos bien a Dios y que nuestra vida refleja correctamente eso. 


Se nos hace fácil identificar cuando los demás están mal, pero rara vez consideramos nosotros estar equivocados. 

 

Para que nuestra justicia sea mayor a aquellos maestros de la ley con los que Jesús constantemente tenía sus encontronazos, es necesario que revisemos nuestra manera de pensar acerca de nuestra fe. Porque es solo desde ahí, que podremos no solo escuchar a Jesús sino obedecerle. 

 

Jules Martínez, profesor de teología, nos recuerda que la teología es "ministerio de la iglesia, desde la iglesia a medida que la iglesia piensa su fe a la luz de la auto-comunicación de Dios en el evangelio y la situación que la rodea.” 

 

El lugar de la teología no es solo la academia o los salones de clases. Es la iglesia. Desde la iglesia. Como dice Martínez, basado en lo que Dios ya ha comunicado, y tomando en cuenta la situación que nos rodea. De hecho, Justo González nos recuerda que rara vez la doctrina surge de la pura especulación teológica. Por lo general esta sale de la experiencia y reflexión de la iglesia. 


¿Has considerado cómo el ejercicio de pensar la fe es parte de ese amar a Dios y a tu prójimo? 


En el próximo post compartiré algunas maneras en las que nuestra reflexión teológica puede reflejar mejor ese amor a Dios y al prójimo que nos debería distinguir. 


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